Memoria Sagrada Machu Pichu-Cuzco / Peru 2010

 








Lo recuerdo como si fuera ayer. Corría el año 2010. Siempre sentí que las ruinas me llamaban… Miraba fotos y mi corazón latía más fuerte. Sabía, con certeza, que algún día esas puertas se abrirían para mí.

Y así fue. El viaje surgió de la nada, sin planearlo. En realidad, nunca fui de planificar mucho… ¡jajaja!
En pocos días me encontré sola, con mi mochila al hombro, camino a Cusco, dispuesta a vivir la aventura que tanto había soñado. Todo fluyó como tenía que ser, naturalmente.

Al llegar a la ciudad, la altura me golpeó fuerte: me sentía débil, mareada, sin fuerzas. Pero tenía hambre. Me arrastré hasta un lugar de sopas –¡ah, Perú y sus sopas maravillosas!–. Recuerdo ese plato caliente y nutritivo, como si me hubiese devuelto la vida. Recuperé un poco de energía y salí a caminar sin rumbo, dejándome llevar por la intuición.

Cruzando un pequeño puente me topé con una mujer que vendía yuyitos. Sentí que era una chamana natural. Me acerqué y le conté cómo me sentía. Ella no necesitó más que mirarme para decirme con firmeza:
—Mujer, usted necesita descansar. No tome nada, sólo abríguese bien y duerma. Mañana estará mejor.
Y tenía razón.

Al día siguiente emprendí camino hacia las ruinas. Debía tomar un tren desde un pueblo llamado Ollantaytambo, un lugar mágico que decidí explorar antes de continuar. Desde allí parten los trenes hacia Aguas Calientes, la antesala de Machu Picchu.

En el trayecto conocí a un francés que hablaba español. Cruzamos unas palabras y luego se fue corriendo a alcanzar su tren. Esa noche llegué a Aguas Calientes sin tener dónde dormir, pero con la confianza de que el lugar perfecto aparecería. Y apareció: una jovencita me ofreció hospedaje y me llevó rápidamente a comprar mi ticket de entrada a las ruinas, justo antes de que cerraran las oficinas.

Me recomendaron ver el amanecer en Machu Picchu, así que a las 4 AM ya estaba en pie. Me formé en una fila, aunque después supe que no era la correcta. Y allí, como una “casualidad” más, me reencontré con el francés. Él me ofreció un boleto de bus que tenía de más. Acepté, pero algo dentro de mí me decía que no debía caminar con él.

Entramos juntos a las ruinas, pero pronto entendí que ese viaje debía ser mío, íntimo, sagrado. En la entrada del templo me pidió que le tomara una foto, pero lo hizo con un tono agresivo. Fue la señal que necesitaba.
—Sigue tu camino —le dije—. No sé por qué estás aquí, pero yo vine por algo sagrado. No estoy para hacer de fotógrafa.
Me di media vuelta, enojada, desbordada. Me sentía mal por no saber manejar mis emociones. Mi familia lo sabe: soy una polvorita. Pero mi camino espiritual ha ido calmando esos fueguitos internos, esos demonios que habitan en mí.

Decidí hacer lo que mejor me conecta: meditar. Me subí a uno de los miradores más altos, donde se ven las ruinas en toda su magnificencia. Me senté en silencio, y al mirar hacia atrás, vi a diez personas más en la misma posición. Sonreí. Ese era el lugar. Agradecí, respiré, bendije. Sentí una paz profunda.

Al rato conocí a Ismael, un guardián de las ruinas. Me ayudó cuando tropecé, se presentó con amabilidad. Más tarde, cuando volví al mirador para despedirme del lugar, me lo volví a cruzar. Me dijo:
—Te vi meditar esta mañana… hay un sitio que deberías conocer, lo llaman el "Camino de la Luna".

Me contó que antes había sido guardián de ese lugar, que era chamán y sanador. Y sin pensarlo, le dije que sí. Caminamos hasta una piedra monumental. Allí me pidió que pusiera mis manos sobre ella mientras él me enviaba energía. Lo hice… y viajé. Viajé por momentos de mi vida, de luz y de sombra. Me sentí UNA con la montaña, con la tierra, con el universo.

Supe que venían grandes cambios en mi vida… como mudarme a un país al que me resistía: Estados Unidos.
Cuando abrí los ojos, lloraba. No de tristeza, sino de emoción, de gratitud. Ismael me abrazó con ese abrazo lleno de alma, y me dijo:
—Cuando necesites energía, vuelve a este lugar con el corazón.

Le pedí tomarle una foto. Hoy, esa imagen vive en un rincón especial de mi casa.

Al día siguiente, ya de regreso en Cusco, me fui a desayunar a un barcito lleno de arte. Los chicos que atendían eran estudiantes. Lo hicieron con tanto amor que antes de irme felicité a la dueña. Ella me contó que eran alumnos de una escuela local y me invitaron a una celebración muy especial: una representación ritual ancestral de los jóvenes guerreros incas. No dudé en asistir.

La ceremonia fue imponente. Banderas, música, danzas, niños y adolescentes descendiendo desde lo alto de las ruinas… Un homenaje vivo a su historia. Y entre el público, para mi sorpresa, estaba mi viejo “amigo” francés. Se acercó, me pidió disculpas y compartimos un último momento de paz. Nunca intercambiamos nombres. No era necesario. Sabíamos que nuestras almas se habían encontrado por una razón.

Gracias, Machu Picchu. Gracias, Dioses. Gracias, tierra sagrada. Me llevo esta aventura marcada a fuego en el alma, como una memoria de luz. Esas memorias que volvemos a tocar cuando más las necesitamos.
Las que nos recuerdan que no estamos solos.
Que somos parte de una energía divina y universal.









































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